El 6 de octubre la Televisión Cubana trasmitió un documental sobre el acto terrorista más despiadado del rosario de acciones de este tipo cometidas contra Cuba: el Crimen de Barbados.
En esa fecha, en 1976, el vuelo 455 de Cubana de Aviación se precipitaba al mar a sólo tres millas de distancia de la costa de Barbados, luego de que dos explosiones –una en la parte delantera de la cabina de pasajeros, y la otra a la entrada de los baños traseros- produjeran daños irreversibles en el fuselaje de la aeronave.
Este lunes, se exhibió el filme Che. Guerrilla del realizador norteamericano Steven Soderberh, el cual concluye con el asesinato del heroico combatiente en La Higuera, Bolivia.
En ambos casos no pude evitar que las lágrimas asomaran a mis pupilas con el dolor multiplicado de saber que los perpetradores de tan monstruosos actos permanecen libres y además, se enorgullecen de sus crímenes.
Luis Posada Carriles y Orlando Bosch han confesado públicamente su culpabilidad como autores intelectuales no sólo del Crimen de Barbados, sino de otras muchas acciones terroristas. También han declarado que no renunciarán al uso de la violencia y a continuar fraguando acciones de este tipo contra el pueblo de Cuba.
El asesino del Che, por su parte, es hoy un alto oficial del ejército de los Estados Unidos, que se ha jactado públicamente de haber dado muerte a uno de los hombres más brillantes del siglo XX.
Lo que todavía no han comprendido estos asesinos es que sus actos se volvieron en su contra. No mataron hombres, sino que los inmortalizaron. El ejemplo del Che vive y se multiplica en el mundo entero. Sus ideas, su afán de justicia, guían la lucha de quienes creen en el Hombre Nuevo que él encarnó.
Los cubanos, guyaneses y koreanos cuyos cuerpos se hundieron junto a la aeronave de Cubana, se yerguen hoy sobre las olas de Mar Caribe, como símbolos imperecederos de la lucha contra el terrorismo y su secuela de dolor.
El dedo acusador de la Historia apunta hacia los culpables. Y no los absolverá.
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