Cuando Dayana llevó a su casa al novio nuevo, hasta el perro se quedó boquiabierto.
Para contrarrestar su piel blanca, ella escogió a un muchacho negro, cual azabache, que puso de puntas los pelos del núcleo familiar.
La negativa fue rotunda, a penas disimularon el desagrado. Y
la abuela se trancó en la habitación y no quiso probar bocado. Ellos que tanto
habían criticado la mezcolanza. Y ahora en su propia casa tenían que recibir a
un "ejemplar" y si le daba por parir a la muchacha entonces también
les tocaría tejer trencitas.
Nadie le preguntó a Dayana las virtudes del joven, tampoco
se interesaron por su carrera de derecho en la Universidad. Si tenía buenas
intenciones o estaban enamorados era un misterio en el que no se interesaron.
La cuestión era el color de la piel y nada más.
Fue entonces cuando la muchacha puso los puntos sobre las
íes a puertas cerradas. Lo primero es que su padre era bien trigueño y a su tía
toda la vida le había gustado el chocolate. Así que ella hizo caso omiso al
prejuicio y decidió continuar con su idilio.
En nuestra sociedad paradójicamente de mestizos, el racismo
subyace disfrazado. No solo en los núcleos familiares, también en los centros
de trabajo, en las escuelas, en el barrio.
Este flagelo tiene su causa en la educación que les damos a
nuestros hijos, en las formas que tenemos de juzgar por las apariencias. Ser
racista en Cuba es más que un delito, es olvidar toda la sangre negra que se
derramó en los campos de batalla, es ir en contra de Maceo, es ignorar que
nuestra revolución es mestiza por naturaleza y debe primar la igualdad por
derecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario