Por Fernando Martínez Heredia - reblogueado desde La pupila insomne -
Desde hace varios meses –y estimulado por un incidente
bochornoso—está presente en el conjunto de medios que circulan en la actualidad
cubana un debate acerca de la utilización en espacios públicos de nuestros
símbolos nacionales, la bandera de Estados Unidos y las implicaciones que
advierten los participantes en el debate. Esto es muy positivo, porque ayuda a
defender y exaltar el patriotismo en la coyuntura peligrosa que estamos
viviendo e invita a definirse en un terreno que es favorable a la patria, en un
momento en que el curso cotidiano incluye muchas cosas en las que no es
necesario definirse, que resultan desfavorables a la patria y la sociedad que
construimos a partir de 1959.
Como en tantos otros campos y problemas, pudiera producirse
en este una división entre élites y masa de la población. La cuestión expresada
en los símbolos nacionales tiene una larga data –siglo y medio–, e implica una
cultura acumulada que desde el inicio hasta hoy le aporta al mismo tiempo una
fuerza descomunal, una gran complejidad y aspectos que han sido y pueden volver
a ser conflictivos. Desde hace tres décadas vengo publicando mis criterios
sobre ese decurso histórico y sus expresiones contemporáneas, y no me repetiré
aquí. Solo reitero que la explosión libertaria y de poder revolucionario
combinados que se desató hace casi sesenta años logró –entre tantas victorias–
deslegitimar y disminuir a fondo las divisiones cubanas entre élites y masa, y
resulta vital que no permitamos que hoy se vuelvan a levantar.
En torno a la cuestión de estos símbolos existen actualmente
reacciones y opiniones diversas que no creen referirse a problemas
trascendentales. Más vale no tacharlas de superficiales, ni sentirse solamente
heridos ante lo fenoménico. También pueden crearse confusiones involuntarias,
porque las ideologías que se van instalando en clases y sectores sociales no se
basan en la malicia, ni en intenciones y reflexiones. Es imprescindible
interesar a la formidable conciencia política que posee el pueblo cubano en
cuanto a lo que significa esta cuestión, para que la resuelva.
Es preciso aclarar que estamos ante dos problemas
diferentes: el del uso y la regulación de los símbolos identificados como
nacionales, y el de la batalla cultural decisiva entre el socialismo y el
capitalismo que se está librando en la Cuba actual. [1] Trataré de sintetizar
aspectos, comenzando por el primer problema.
La ley que rige la utilización de esos símbolos puede ser
muy rígida, pero nadie le ha hecho caso nunca a esa rigidez, y el pueblo ha
expresado su patriotismo de todas las formas y con todas las acciones que ha
estimado conveniente. El canon patriótico popular de uso de los símbolos
nacionales tiene otras reglas que son diferentes a las legales, y más legítimas
que estas, porque tiene su fundamento en la conciencia colectiva, los
sentimientos, las costumbres y las tradiciones que lleva íntimamente cada
persona consigo, desde que comienza a descubrirlos y asumirlos de niño hasta la
muerte.
En la batalla de símbolos que se está librando participa una
multitud de cubanas y cubanos que sienten una profunda emoción al cantar el
himno nacional –como el atleta premiado que lo entona llorando–, o portan,
veneran, pintan, saludan a la bandera de la estrella solitaria. Participan los
que tienen a Martí como el padre tutelar de esta nación, que nos enseñó las
cuestiones esenciales y nos brindó su talento, su proyecto y su vida, le tienen
devoción y lo representan, aunque lo hagan con más unción que arte. Y los que
siguen a Maceo porque supo trasmutar la guapería en heroísmo, renunciar al
mérito propio por la causa y presidir la familia que murió por Cuba. Participa
el que se tatúa al Che en su cuerpo, el que siente orgullo de ser cubano y el
travesti vestido con la bandera en la obra de teatro político hecha por jóvenes.
Es un error poner las precisiones y discusiones sobre la ley
en un lugar importante, en medio de la tremenda pelea de símbolos que ya
estamos viviendo. Sería otra de esas discusiones que pueden ser largas o
abstrusas, pero le interesan a muy poca gente y no sirven de mucho.
La ley debe servir, con claridad y sencillez, para defender
lo que sería el hábito externo del patriotismo, frente al avance galopante de
la mercantilización que está envileciendo tantas cosas, y para ayudar a hacer
acertadas y efectivas las expresiones populares y oficiales del patriotismo.
Hay que sacarla de la fría prosa y la convocatoria semestral de la Asamblea
Nacional. Los medios de comunicación y el sistema educacional deben divulgarla
–insisto, divulgarla–, como un auxiliar más del patriotismo, ayudándose con
algunas narraciones emotivas y unos cuantos datos que casi nadie conoce, que
sean ajenos unas u otros a los clichés tan repetidos que no mueven a nadie y
provocan aburrimiento o rechazo.
Paso a la función de los símbolos en la batalla cultural,
que en la fase actual de Cuba es la principal.
Será muy positivo si podemos analizar cada aspecto diferente
del problema, teniendo siempre en cuenta que no existen así, sino como parte de
un todo; que existen mezclados, en conflicto o en paralelo con los demás
aspectos y problemas de su propio ámbito, pero sobre todo con otras
características de la sociedad cubana actual. Habría que elaborar una
comprensión del conjunto de la cuestión de los símbolos nacionales en función
del complejo y doble conflicto actual, entre capitalismo y socialismo y entre
Cuba socialista y Estados Unidos. Y atender también a los condicionamientos a
que someten a la cuestión las corrientes culturales principales del mundo
actual.
En cuanto a esto último, gana cada vez más terreno a escala
mundial la homogeneización de opiniones, valoraciones, creencias firmes, modas,
representaciones y valores que son inducidos por el sistema imperialista
mediante su colosal aparato cultural-ideológico. Una de sus líneas generales
más importantes es lograr que disminuyan en la población de la mayoría del
planeta –la que fue colonizada– la identidad, el nacionalismo, el patriotismo y
sus relaciones con las resistencias y las revoluciones de liberación, avances
formidables que se establecieron y fueron tan grandes durante el siglo XX. La
neutralización y el desmontaje de los símbolos ligados a esos avances es, por
tanto, una de sus tareas principales. Es obvio que ese trabajo trata de ser más
eficaz hacia los jóvenes, que están más lejos de las jornadas y los procesos
del siglo XX. Si logran que les salga bien, la victoria imperialista será mucho
mayor, porque se generalizará el desconocimiento y el olvido de aquel mundo de
libertad, justicia social y soberanía, y les será más fácil implantar el mundo
ideal y sensible correspondiente a su dominación.
En vez de desconcertarnos con las anécdotas terribles de
ignorancias de jóvenes en este campo, y de que se extiendan las creencias en
mentiras y aberraciones que son difundidas dentro de la masa creciente de
medios que no controlamos, hay que desarrollar ofensivas –no ripostas– de
educación patriótica y socialista bien hechas, atractivas y eficaces, exigir y
lograr la participación de los medios nuestros que deben implicarse en esas
ofensivas y la eliminación de las actuaciones y omisiones que se opongan a
ellas o las debiliten, y organizar atinadas campañas de condena y desprestigio
de los aspectos burdos o menos disimulados del sistema cultural-ideológico
imperialista.
Pero lo esencial es que partamos de que en lo interno a Cuba
está lo decisivo en la batalla de los símbolos.
Los niños pequeños y los alumnos de primaria aprenden a
sentir el patriotismo y venerar los símbolos. Confluyen en ese logro la enorme
tradición cubana que les llega desde las familias y en la escuela, por la cual
pasa el universo infantil, el esfuerzo de sus maestros, los actos escolares.
Desde hace más de un siglo el patriotismo ha tenido una amplia presencia en su
socialización, y la Revolución multiplicó las acciones, los vehículos y las
actitudes positivas en esa asunción más temprana del patriotismo. La fractura
viene poco después.
Hay que actuar mucho y bien en la formación de los
adolescentes y jóvenes, porque ahí se unen la deficiente calidad de la
educación secundaria y la avalancha de materiales ajenos o desfavorables al
patriotismo nacional que cae sobre ellos, en una etapa de la vida en la que el
ser humano experimenta una multitud de cambios, motivaciones e influencias. El
peso de la familia disminuye en esa etapa, es insuficiente el trabajo o la
influencia en ellos de instituciones y organizaciones de la Revolución, y se
topan cada vez más con diferencias sociales, porque ellas han venido creciendo.
Esas diferencias impactan su sensibilidad y su comprensión de la sociedad
cubana, llegan a obligar a una parte de los adolescentes y jóvenes a hacer
elecciones y renuncias, y tienden a
sectorializarlos y disgregarlos.
Sin embargo, no debemos conformarnos con generalizaciones
superficiales, ya sean triunfalistas o pesimistas. Es imprescindible analizar y
llegar a conocer la situación, con rigor y con honestidad. Esto nos permitirá,
por ejemplo, encontrar muchos miles de jóvenes en disímiles situaciones y de
diferentes sectores, a lo largo del país, que se identifican con el patriotismo
popular de justicia social, o que lo harían si se representan que eso es
necesario. Qué los motiva, cómo lo entienden, cómo lo formulan, merece estudio
más que preocupación. Y es posible que los más conscientes no parezcan muy
tentados a decir lo dicho, hacer siempre lo que se espera ni hacer mucho caso a
los consejos. Las generaciones que emprendieron las revoluciones que ha vivido
Cuba tenían esos mismos rasgos.
Por su parte, la creciente conservatización de nuestra
sociedad no incluye un chovinismo cubano, sino más bien la imitación de modelos
extranjeros. Ponerse al día con los consumos materiales e ideales, hacer lo que
se espera que uno haga, alternar, ocupar un lugar social determinado, no
privilegia lo nacional, sino lo “de afuera”, y Estados Unidos tendrá cada vez
más presencia en esto. Pero no se trata de una subestimación abierta de lo
propio, como experimentaban los colonizados hasta el siglo pasado: ahora viene
envuelta en su disfraz neocolonial. Lo que abunda es una supuesta comprensión
de que las naciones y lo nacional no tienen tanta importancia, y que la vida
cotidiana, la diversidad de identidades e inclinaciones humanas y sociales de
los individuos, gran parte de las preocupaciones y las ideas sobre el medio
ambiente, la vida cívica y otras cuestiones se pueden y se deben compartir sin
ninguna reserva por las personas de “todas” las naciones.
Detrás está la estrategia imperialista de desnacionalización
de la población de la mayoría de las naciones, para desarmarlas y dominarlas
más fácilmente, pero este peligro mortal no es objeto de polémicas políticas ni
ideológicas. Los comportamientos desarmantes parecen algo natural, “normal”, y
pueden llevar a considerar anticuado, obcecado y hasta cavernícola al que
insiste en fastidiosos discursos políticos.
Permítanme usar un material de hace dos meses para añadir
criterios acerca de los símbolos. En los pueblos que han logrado avanzar en la
lucha contra el colonialismo que el
capitalismo le ha impuesto a la mayoría del planeta, numerosos aspectos de su
universo simbólico adquieren una importancia excepcional. Son fuerzas inmensas
con las que cuentan, muy superiores a sus escasas fuerzas materiales, porque
son capaces de promover la emoción, exaltar los valores y guiar la actuación
hasta cotas de esfuerzos, incluso de abnegación, heroísmo y sacrificios, que
serían imposibles sin ellas, y propician triunfos que pueden ser asombrosos. Al
mismo tiempo, esos símbolos son el santo y seña cívico de una comunidad
nacional, las canciones, las telas, los nombres, los lugares que identifican y
reúnen a las hijas y los hijos de un pueblo orgulloso de su historia.
Por eso los símbolos cubanos son hoy también un frente en la
guerra cultural. Pero lo que a mi juicio será decisivo es si enfrentaremos o no
nuestros problemas fundamentales como revolucionarios cubanos socialistas, con
la mayor participación real que sea posible en cada caso, con honestidad ante
los datos de los problemas, la apelación al consenso y la creatividad de los
implicados, la mayor flexibilidad táctica y el más férreo apego a los
principios.
Hay que defender y difundir la causa del patriotismo
socialista, la hija de la revolución de
los humildes, por los humildes y para los humildes, hay que hacer conciencia y
movilizar, hay que vivir y compartir las emociones y los sentimientos, las
ideas y las actuaciones que han llevado a este pueblo a ser admirado en el
mundo. Los símbolos nacionales no son cosas fijas que deben ser honradas según
un recetario establecido, son algo que no vive por sí, sino cuando lo hacemos
vivir. Son una relación íntima de cada uno y del pueblo entero con una
dimensión que las personas revolucionarias y la nación liberada convirtieron en
algo entrañable. Son la campana de La
Demajagua de hoy, que apuesta a un futuro de libertad, soberanía y justicia
social.
[1] Por cierto, vengo utilizando el concepto de guerra
cultural y alertando en público acerca de ella desde hace más de veinte años.
Ver “Anticapitalismo y problemas de la hegemonía”, de febrero de 1997, en
Fernando Martínez Heredia, En el horno de los 90. Edición 2005, Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana, 2005, pp.242-245.
No hay comentarios:
Publicar un comentario