A propósito de un asunto en el que no es menester detenerse
ahora, José Ortega y Gasset sostuvo: “una exageración es siempre la exageración
de algo que no lo es”; es decir, de algo que no es una exageración. Si en
nuestras circunstancias alguien afirmara: “Estamos muy mal en materia de
símbolos”, podría pensarse que exagera, pero ¿significaría eso que su juicio
carece por completo de base? ¿Terminaría ahí el problema? Es necesario ir más
allá, y la cita del conocido pensador español se trae a colación con un
propósito: parafrasearla y recordar que “un símbolo es siempre el símbolo de
algo que no es un símbolo”.
Si los problemas que tengamos en la esfera simbólica se
redujeran estrictamente a ella, bastaría para que requiriesen atención: que la
historia de la humanidad esté marcada por símbolos supone que son dignos de
tenerse en cuenta. Ellos resumen interpretaciones y conceptos, movilizan ánimos
y avalan o reprueban actitudes, fijan tradiciones que los desbordan. Para oídos
y sentimientos cubanos, el verso “Al combate corred, bayameses” ni se congeló
en 1868 ni convoca solamente a un territorio del país.
No por mero capricho personal ante la imagen de la bandera
de los Estados Unidos impuesta a Cuba por aquella potencia tras la intervención
de 1898, Bonifacio Byrne exclamó en un poema que para el patriotismo
revolucionario cubano sigue o debe seguir siendo un himno de pelea ideológica y
emocional: “Que no deben flotar dos banderas / Donde basta con una: ¡la mía!”.
La cita de una estrofa de ese poema por Camilo Cienfuegos del modo y en las
circunstancias en que la hizo suya, evidencia que el texto rebasa épocas y
visiones fácticas porque remite a una identidad que perdura: la patria que,
dinámica y a veces amenazada, vive.
La invasión de Cuba por banderas británicas y españolas y,
sobre todo, estadounidenses constituye un problema real que solo ingenuos, para
no decir más, podrían menospreciar. Empezó antes del 17 de diciembre de 2014;
pero visiblemente parece haberse multiplicado desde entonces, sobre todo en lo
que atañe al pendón de los Estados Unidos. Este se ve en indumentarias y
calzado, en toallas y todo tipo de artículos, y aumenta como “adorno” en
bicicletas, bicitaxis, motos, automóviles, ómnibus, camiones…, y no solo en
particulares. También la llevan algunos vehículos del sector estatal, incluso
de organismos centrales.
Cabe preguntarse: ¿será que el cuentapropismo —es decir, la
propiedad privada— ha impuesto sus normas y sus conceptos en el terreno de la
propiedad social hasta el punto de que, al menos en algunos sitios, las
organizaciones políticas, empezando por los correspondientes núcleos del
Partido, y las de masas, así como las administraciones, carecen de iniciativa,
autoridad y pensamiento para enfrentar lo que deben enfrentar y frenarlo cuando
sea del caso? Se habla de algo que no procede intentarse con espíritu
inquisitorial, ni única ni principalmente con prohibiciones, sino con ideas,
educación y métodos persuasivos. Pero tampoco se ha de renunciar a leyes y
reglamentos cuando su aplicación sea pertinente, ni olvidar el extraordinario
sentido común.
A hechos tales no pocos autores hemos dedicado textos antes
y después de aquel 17 de diciembre. Por ello, al menos como recurso práctico,
aunque no pase de ser una ilusión, imaginemos que esos textos son conocidos,
para no repetir lo dicho en ellos, pues tampoco alcanzaría para eso el tiempo
en un encuentro como el que nos reúne. Atiéndase ahora, sobre todo, a la
certidumbre de que los símbolos remiten a realidades que no son símbolos, y que
a menudo necesitan ser defendidas, máxime cuando están amenazadas, en peligro.
Ambas cosas ocurre a la nación cubana, sobre cuya formación
enfrentando imperios —en una lucha que no ha cesado— se pueden ahorrar
consideraciones ante un auditorio como el de Dialogar, dialogar. Cuba sigue
bloqueada y acosada desde el exterior, y ello debe recordarse constantemente,
porque uno de los propósitos tácitos y también declarados del imperio es que
esa realidad —¡hechos, historia!— sea olvidada, para poder él imponerle más
fácilmente al país caribeño la dominación a la cual no consiguió someterlo con
más de medio siglo de bloqueo, agresiones armadas, intentos de subversión
interna y otros actos terroristas.
Ahora la facción más objetiva o realista del imperio procura
por lo menos parecer que le ofrece una zanahoria que, objetivamente, él está
muy lejos de facilitar que llegue a las mesas de la nación bloqueada. La
abierta hostilidad imperial ha logrado causarle a Cuba enormes daños no solo en
el plano económico, sino también en el funcionamiento social y en áreas del
pensamiento. Si el actual césar reconoce que esa política no le sirvió al
imperio para conseguir sus propósitos, se refiere al afán de doblegarla,
ponerla de rodillas y obligarla a cambiar su sistema social por el capitalismo,
aunque en un discurso habanero el mismo mandatario haya dicho otra cosa, oportunistamente.
Si la nueva táctica lograse neutralizar a Cuba, se anularía
la influencia de este país en el mundo, especialmente en nuestra América, donde
la actual embestida de la derecha tendría un gran auxilio en el cese de la
resistencia cubana, inspiradora de muchos de los más significativos procesos
revolucionarios, antimperialistas, emprendidos en la región. Tal encrucijada
nos llama a tenerlo todo claro en nuestro pensamiento y en nuestras relaciones
con el mundo: no solo en particular con el imperio.
Pero probablemente el mayor desafío que Cuba tiene ante sí
no le venga tanto del exterior como de dentro. Por un lado está la corrupción,
que hace pensar en la necesidad de activar los modos de lucha requeridos para
enfrentar y vencer a los bandidos de hoy. Por otro está —con una aliada
putativa y práctica en la corrupción— el fantasma anexionista, que nunca ha
desaparecido del todo, y asoma con distintos rostros. En determinadas
circunstancias se revuelve como parte que es del avispero neoliberal.
La anexión está llamada al fracaso, porque se le opone un
valladar firme: la línea revolucionaria que vertebra a la nación cubana, y
porque al imperio no le interesa anexarse pueblos que estima inferiores, sino
someterlos y saquearlos, o usarlos como bases militares y escenarios para
experimentos macabros: ahí están la hermana Puerto Rico y un pedazo de la
propia Cuba, la Base Naval de Guantánamo. Pero el anexionismo es una corriente
de pensamiento peligrosa, porque niega o neutraliza valores patrióticos y favorece
la desactivación del espíritu de defensa nacional, que así quedaría supeditado
a presuntas modernidades y a la globalización imperialista.
Usted publica un artículo que refuta el apogeo de la bandera
de los Estados Unidos en territorio cubano —una bandera que no es solamente la
de un pueblo, sino también emblema oficial de una nación cuyos gobernantes
desde que ella se fundó han aspirado a dominar a Cuba—, y le salen al paso
comentarios según los cuales ese es tema impertinente cuando los dos países se
están acercando en la amistad. ¿Es cierto esto último, o se trata nada menos —y
nada más— que de una posible normalización de relaciones que, aun teniendo
puntos comunes, a cada uno de los dos países interesa y conviene con fines
diferentes?
Pero los comentarios aludidos, y otros, añaden incluso:
¿Cómo es posible molestarse por la presencia en Cuba de la enseña de los
Estados Unidos si ya los gobernantes de ambas naciones se han reunido y se han
dado la mano al pie de las enseñas respectivas? Tal criterio —que difícilmente
sea siempre cándido, aunque se opte por calificarlo así para no tensar ni
alargar más el análisis— confunde protocolo y pensamiento, formalidades y
fondos. Pero también advierte sobre la necesidad de que nuestros medios de
información, y huelga decir que nuestros dirigentes políticos, tengan en cuenta
la necesidad de no dar pie a confusiones de ningún tipo en tema de tanta
relevancia.
¿Por qué la televisión cubana tiene que propiciar que el
presidente del imperio irrumpa en los hogares de nuestro país como un personaje
chistoso, simpático? El Plan Marshall fue una realidad imperial, y adquirió una
alta fuerza simbólica plasmada, por ejemplo, en una conocida película española,
Bienvenido, Mr. Marshall. ¿Puede no pensarse en eso cuando un popular programa
de la televisión nacional imagina el recibimiento entusiasta, en un barrio
habanero —por un CDR, podría decirse—, de un funcionario estadounidense llamado
Mr. Charles?
Tal asociación ¿pudiera no brotar o reforzarse al oír la
coplita insertada en el guion para que los vecinos del barrio agasajen al
visitante? Así salió al aire: “Bienvenido, Mr. Charles, / yo pongo los frijoles
/ y tú traes que echarles”. ¿No es eso lo que piensan algunos confundidos: que
ahora la potencia imperial se prepara para venir a darle comida al sufrido
pueblo cubano, a darle la felicidad que aquella sañosamente ha hecho todo por
impedirle? Hace apenas unos días el deshonesto césar, contrariamente a todo
cuanto ha prometido y en uso de sus facultades pudiera hacer para revertir de
veras el bloqueo impuesto a Cuba, renovó por un año más la llamada Ley de
Comercio con el Enemigo, la cual viene de 1917 —fecha que algo significa, ¿no?—
y sirve de argucia legal para mantenerlo.
No me encontraba en el país cuando el césar visitó La
Habana, pero un compañero digno de crédito me habló, con disgusto, sobre un
cartel que por aquellos días ocupó paredes de la ciudad, y quizás de otras
partes de la nación: un cartel que unía la imagen del césar y la del jefe de
Estado cubano. Si en el imperialismo no se puede confiar ni tantito así,
tampoco ni tantito así hay que regalarle, y el césar no es el nuevo amigo de
nuestro gobernante, o su new friend, para recordar, aunque sea con irritación,
una de las obras de autores cubanos expuestas en la más reciente Bienal de La
Habana.
Y si al césar no hay que insultarlo —para caracterizarlo
basta decir que es el presidente del imperio—, tampoco hay que dedicarle
elogios inmerecidos. Él, como sus predecesores en la Casa Blanca, continúa
promoviendo la carrera de crímenes y genocidios propia del imperio —que sigue
siendo el mismo— y lo hace, en su caso particular, con el crédito de un Premio
Nobel de la Paz inmoralmente otorgado. Nada de eso revela honestidad, sino lo
contrario.
Como todo tiene o puede alcanzar valor simbólico, nuestros políticos,
aun en medio de la prisa o la improvisación de un momento determinado, deben
recordar que lo que parezca alzarle el brazo a un contendiente es una manera de
reconocerlo victorioso, o, por lo menos, halagarlo, y eso no serán precisamente
los revolucionarios y las revolucionarias quienes lo aplaudan. No importa que
reconocerlo victorioso o agasajarlo no sea lo que se quiere expresar: los
hechos tienen también su lenguaje, a veces más poderoso que las palabras.
¿Olvidaremos la máxima martiana según la cual hacer es la mejor manera de
decir? Añádase que también puede ser la peor.
Lo que está en juego —o sea, en peligro— es demasiado serio
y grande para permitirnos ingenuidades y desprevenciones. Ya sabemos que a
veces nuestro Himno Nacional ni se entona ni se escucha con la debida actitud
respetuosa, y para algunos y algunas la bandera de la patria se está
convirtiendo no digamos ya en motivo para diseñar indumentarias deportivas. Eso
hasta merece o parece merecer aplausos ante otras realidades: como la bandera
usada en ropa rumbera para el recibimiento jacarandoso de un crucero
estadounidense, o en trapo de cocina llamado delantal.
A esos hechos probablemente haya contribuido, junto con la
indolencia y la indisciplina social, con torpes caminos de la educación, con
incultura y con cierto pensamiento más pragmático y desmedulado que
cosmopolita, lo difícil y caro que ha venido resultando adquirir una bandera
nacional en forma. Pero, por muy importantes que los símbolos sean, y lo son,
lo más grave radica en otra dimensión: en los peligros que asedian a las
realidades representadas por ellos. De eso se trata.
* Texto leído en el espacio Dialogar, dialogar, que sesionó
en el Pabellón Cuba, su sede habitual, el miércoles 21 de septiembre de 2016,
con el lema temático Si de símbolos se trata.
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