El modelo "made in USA", aceptado por
muchos
como paradigma de la democracia. |
Por Luis Toledo Sande - Reblogueado desde La pupila insomne -
Desde que se acuñó para nombrar una forma de funcionamiento
social en la Grecia culta y fértil, pero esclavista, el término democracia
—etimológicamente, poder del pueblo— ha venido cargando con realidades y
embustes, logros y manquedades, en proporciones varias. Así y todo, constituye
un desiderátum de la mayor importancia para la humanidad. Pero causa espanto el
atolladero a que ha llegado su uso en las versiones privilegiadas en el mundo
por los medios imperantes, instrumentos de los poderosos.
En medio de una realidad en que los intereses imperiales
fomentan guerras, genocidios, actos terribles como los sufridos por las masas
de emigrantes echados de sus tierras por los conflictos bélicos y la pobreza
que estos agravan, cuando en muchas partes asoman las garras del fascismo,
sobran ejemplos para ilustrar la falsedad de quienes medran falseando y
haciendo fracasar la democracia.
Dos casos palmarios son el de los Estados Unidos,
autopromovido e incluso aceptado por muchos como supuesto paradigma de la
democracia, y el de España, en pose de imitar el modelo estadounidense.
El primero de ellos sobresale como tutor mandón, OTAN
mediante; el segundo, como engendro patético, como zarzuela mala. Ambos ignoran
los derechos de los pueblos, incluidos los suyos, y en el europeo las fuerzas
dominantes —o vicedominantes, porque se supeditan a las del Norte— imitan a la
potencia que hoy las coyundea y en 1898 humilló a sus predecesoras. Para colmo,
se ha implantado como supuesto recurso para garantizar la estabilidad
—preparado por el cabecilla fascista que sumió al país en sangre y luto y urdió
la transacción “democrática”— nada menos que una monarquía, forma de gobierno
caduca raigalmente incompatible con la democracia verdadera.
Allí alternan en la casa de gobierno el partido cuya cúpula
ha traicionado los rótulos socialista y obrero de su nombre, y el que, también
usurpando una denominación que no le pertenece, popular, encarna la continuidad
del llamado Bando Nacional, el que llevó al poder al caudillo asesino. Tal es
el partido que recientemente ha logrado seguir habitando La Moncloa, tras
episodios comparables en la imaginación cubana como un San Nicolás del Peladero
carente de gracia, trágico.
En los Estados Unidos la más reciente campaña por el voto
presidencial mostró una vez más, reforzada incluso, la realidad descrita por
José Martí al hablar de política y elecciones en esa nación: “no se ha peleado
a lo púgil, sino a lo serpiente”. En la pugna se enfrentaron otra vez los
representantes del partido demócrata y el republicano, nombres tan
intercambiables en esencia como las organizaciones políticas designadas con
ellos.
En la continuidad del secular modo de hociquear en la
contienda por ocupar la Casa Blanca se enfrentaron, de un lado, una
intervencionista que envuelve en porte elegante su alma asesina y, del otro, un
ser que, con su burda catadura neroniana, encarna la decadencia, peligrosa y en
marcha, del imperio. Su desempeño, si no lo liquidan por el camino, llegará —al
igual que llegaría el de su adversaria si ella hubiera ganado— hasta donde se
lo permitan los dueños del negocio terrible que él representará como
presidente.
Modelos tales encarnan miseria moral para los pueblos del mundo
en cualquier época, y máxime cuando las reglas impuestas se emplean en función
de estratagemas neoliberales como las que han primado en el Brasil de un turbio
golpe de estado parlamentario. También en Argentina, donde la derecha
capitalizó recursos en los cuales se incluyó una falaz maquinaria
propagandística.
Así las fuerzas de la reacción consiguieron que el pueblo
apareciera como protagonista de un hecho costoso para la inmensa mayoría:
ponerse la soga en su pescuezo con la elección de un presidente que obedece al
imperio y a la oligarquía intestina, de la que forma parte. Como la maniobra
perpetrada en Brasil, la de Argentina corrobora cuán antidemocrática puede ser,
capitalismo por medio, la llamada democracia.
Esos triunfos de la derecha —tras los cuales es fácil
adivinar o ver el empuje de fuerzas que en el Norte son capaces de alternar,
cuando les conviene, la zanahoria que manipulan y el garrote que las
caracteriza— la han envalentonado todavía más en el afán de derrocar gobiernos
que no le hacen el juego al imperio ni, por tanto, a ella. Ocurre en la Bolivia
del Movimiento al Socialismo y en el Ecuador de la Revolución Ciudadana y,
señaladamente, en la Venezuela del proyecto bolivariano.
Los dirigentes revolucionarios en ese país, ahora con Nicolás
Maduro al frente y también apoyados por la mayoría de la población, han
conseguido contener, con un denuedo que asombra y conmueve, la ofensiva
contrarrevolucionaria y criminal apoyada por el imperio. Es una ofensiva
comparable al menos con la que en Chile frustró por la fuerza el experimento
pacífico del gobierno de la Unidad Popular, encabezado por Salvador Allende.
Hasta ahora la diferencia entre ambas realidades la va
marcando el hecho de que en Venezuela no ha prosperado un golpe militar como el
representado por Augusto Pinochet en Chile. Pero los intentos de acabar con el
afán bolivariano se comprobaron fehacientemente incluso en vida de Hugo Chávez,
contra quien se orquestó un golpe respaldado por fuerzas foráneas. En ellas
descolló el Partido Popular español y, sobre todo, el imperio al que esa
organización política sirve, como sirven los cabecillas de la contrarrevolución
que actúa dentro de Venezuela.
Agredida, bloqueada, calumniada, asediada por ese mismo
imperio, que viola los derechos humanos y la legalidad internacional, Cuba se
ha mantenido firme, gracias a una Revolución a la que el pueblo le ha dado un
apoyo ampliamente mayoritario, y no por casualidad ni como fruto de un supuesto
milagro. Esa Revolución llegó al poder tras una lucha armada que le permitió
desmantelar la maquinaria gubernamental impuesta por una burguesía que calculó
mal al irse para los Estados Unidos, suponiendo que pronto volvería para
recuperar su posición. El pueblo, por su parte, vio en la obra revolucionaria
un rumbo verdaderamente democrático.
El 16 de abril de 1961, en el entierro de los mártires de
los bombardeos con que en la víspera la CIA intentó destruir parte importante
de las fuerzas con que Cuba podría defenderse contra la invasión desatada el
17, el líder Fidel Castro Ruz declaró que la Cubana era ciertamente una
Revolución de los humildes, con los humildes y para los humildes: es decir,
encarnaba en los hechos el poder del pueblo, esencia de la democracia.
Desde el alba de 1959 el pueblo cubano tenía evidencias de
que se estaba cumpliendo el Programa del Moncada. Lo mostraba cuanto se hacía
en el terreno de la educación y la salud, en el laboral y en el de la dignidad
basada en la conquista de la soberanía que el imperio le había arrebatado al
país en 1898, con la oportunista intervención que impidió que Cuba alcanzara la
victoria que merecía contra el colonialismo español.
Para defender a su patria contra la invasión mercenaria,
preparada y financiada por la CIA, y que fue aplastada en menos de setenta y dos
horas, lucharon en Playa Girón soldados y milicianos —pueblo uniformado— que
sabían necesario salvar y cuidar logros como la Campaña de Alfabetización en
marcha, gracias a la cual el año 1961 finalizó con la proclamación de Cuba como
país libre de analfabetismo. Ese fue el bautizo grandioso de una obra
educacional en ascenso, que prepararía al pueblo para defender sus derechos
contra todas las fuerzas que quisieran arrebatárselos.
Hace unos años, en medio de las calumnias contra Cuba,
profesionales de diferentes países dialogaban en un debate, y uno de ellos
—digamos que equivocado, víctima de la campaña mediática que la nación caribeña
ha tenido que enfrentar sin descanso durante más de medio siglo— tildó de
dictatorial al gobierno cubano. Entonces una colega española, haciendo acopio
de claridad y de fina ironía, le respondió: “Pues se le debe impartir un curso
al gobierno de Cuba para que aprenda a ser una dictadura, porque mal va el
dictador que lo primero que hace es buscar y conseguir que su pueblo se
instruya”.
La obra de educación, cultura y ciencia desarrollada por la
Revolución Cubana con un denuedo superior a sus recursos materiales, no
solamente le ha dado al país una fuerza laboral altamente capacitada. También
lo ha dotado de un ejército —el pueblo— preparado para enfrentar con armas y
pensamiento, en trincheras de piedra y de ideas, las campañas enemigas, y para
hacerlo con la claridad de quien sabe dónde está lo que debe defender. Una
Revolución que rinde culto filial a José Martí sabe, como dijo él, que “ser
culto es el único modo de ser libre”.
Algunos habrán creído, o posado como que lo creían, y hasta
intentado propalarlo como cierto, que la fuerza de esa Revolución había
desaparecido o se difuminaba en medio de carencias internas provocadas por un
criminal bloqueo que perdura. Pero no les habrá quedado más remedio que ver la
reacción de la inmensa mayoría de este pueblo ante la muerte de su Comandante,
las claras, resueltas expresiones de la voluntad de mantener vivo su legado y
continuar una obra revolucionaria irreductible a los designios del mercado y al
sometimiento en que los imperialistas quisieran y en vano han intentado sumir a
Cuba. Habrán podido ver también la solidaridad de los pueblos del mundo con
ella.
Tanto como la Revolución Cubana tiene el derecho y el deber
de defenderse, y hacerlo con la mayor lucidez posible, asume igualmente la
misión de salvar la cultura de la nación, que en ella tiene —así la definió el
Comandante— su mayor escudo. Esa cultura no se agota en la riqueza artística y
literaria cosechada: abarca un patrimonio más amplio, en el que están inscritos
los valores éticos que han sido y han de seguir siendo el pilar de la obra
revolucionaria y del acervo cultural de la nación en su conjunto.
No es fortuito, sino orgánico, el llamamiento de la propia
dirección de la Revolución al pueblo para que fortalezca su participación
activa y consciente en el ejercicio de la democracia. Sin él, la Revolución
sería un logro bamboleante, fácilmente derribable con sacudidas mucho menores
que las propulsadas contra ella por las fuerzas imperiales. De ahí la necesidad
de fortalecer el funcionamiento democrático, participativo, con que el pueblo
la lleva a cabo, y no contentarse con saber que ante la grandeza y la índole
popular de su obra deberían al menos guardar silencio, si tuvieran pudor, los
voceros de la falaz democracia burguesa que intentan desacreditarla.
Los lemas “¡Yo soy Fidel” y “¡Somos Fidel!” expresan apoyo,
voluntad de participación en el cuidado cotidiano de las conquistas y los
requerimientos de la Revolución. Significan que, lejos de menguar, esa voluntad
crece ante la ausencia física del dirigente en quien el pueblo intuía que podía
delegar en gran medida, con plena confianza, la responsabilidad de mantener
bien orientada la Revolución. A partir de ahora no debe quedar resquicio al que
no llegue el sentido colectivo, a fondo, de la democracia plena que se necesita
para que el legado revolucionario perdure en marcha hacia un futuro que debe y
merece ser victorioso.
No se sirve en Cuba, ni se ha de servir, a rejuegos para que
accedan al poder millonarios o aspirantes a millonarios que representan a los
opresores y ellos mismos lo son. La cultura revolucionaria de la nación
garantiza que aquí no haya magnates que encuentren espaldas de pobres sobre las
cuales sentarse. Eso, cualesquiera que sean los ropajes con que el opresivo
sistema se vista, ocurre diariamente en los países que, dominados por el
capitalismo, presiden a escala planetaria la violación de los derechos humanos.
Esa realidad es medularmente ajena a un pueblo como el de
Cuba, preparado para saber cuáles son sus derechos, y defenderlos. Se trata de
un pueblo instruido, formado —como debe serlo crecientemente— en el
conocimiento de su historia, y de la historia de sometimiento en que lo
quisieran hundir otra vez y para siempre los mismos que lo sumieron en ella
desde 1898 hasta el 1 de enero de 1959, y ahora lo invitan a olvidarla.
No olvidará su historia la Revolución que ha abierto caminos
necesarios para que ciertamente democracia signifique democracia, no campañas
de serpientes al servicio de la opresión nacional e internacional.
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