viernes, 16 de diciembre de 2016

Para que la democracia sea democracia

El modelo "made in USA", aceptado por 
muchos
como paradigma de la democracia.
Por Luis Toledo Sande - Reblogueado desde La pupila insomne -

Desde que se acuñó para nombrar una forma de funcionamiento social en la Grecia culta y fértil, pero esclavista, el término democracia —etimológicamente, poder del pueblo— ha venido cargando con realidades y embustes, logros y manquedades, en proporciones varias. Así y todo, constituye un desiderátum de la mayor importancia para la humanidad. Pero causa espanto el atolladero a que ha llegado su uso en las versiones privilegiadas en el mundo por los medios imperantes, instrumentos de los poderosos.

En medio de una realidad en que los intereses imperiales fomentan guerras, genocidios, actos terribles como los sufridos por las masas de emigrantes echados de sus tierras por los conflictos bélicos y la pobreza que estos agravan, cuando en muchas partes asoman las garras del fascismo, sobran ejemplos para ilustrar la falsedad de quienes medran falseando y haciendo fracasar la democracia.
Dos casos palmarios son el de los Estados Unidos, autopromovido e incluso aceptado por muchos como supuesto paradigma de la democracia, y el de España, en pose de imitar el modelo estadounidense.

El primero de ellos sobresale como tutor mandón, OTAN mediante; el segundo, como engendro patético, como zarzuela mala. Ambos ignoran los derechos de los pueblos, incluidos los suyos, y en el europeo las fuerzas dominantes —o vicedominantes, porque se supeditan a las del Norte— imitan a la potencia que hoy las coyundea y en 1898 humilló a sus predecesoras. Para colmo, se ha implantado como supuesto recurso para garantizar la estabilidad —preparado por el cabecilla fascista que sumió al país en sangre y luto y urdió la transacción “democrática”— nada menos que una monarquía, forma de gobierno caduca raigalmente incompatible con la democracia verdadera.

Allí alternan en la casa de gobierno el partido cuya cúpula ha traicionado los rótulos socialista y obrero de su nombre, y el que, también usurpando una denominación que no le pertenece, popular, encarna la continuidad del llamado Bando Nacional, el que llevó al poder al caudillo asesino. Tal es el partido que recientemente ha logrado seguir habitando La Moncloa, tras episodios comparables en la imaginación cubana como un San Nicolás del Peladero carente de gracia, trágico.

En los Estados Unidos la más reciente campaña por el voto presidencial mostró una vez más, reforzada incluso, la realidad descrita por José Martí al hablar de política y elecciones en esa nación: “no se ha peleado a lo púgil, sino a lo serpiente”. En la pugna se enfrentaron otra vez los representantes del partido demócrata y el republicano, nombres tan intercambiables en esencia como las organizaciones políticas designadas con ellos.

En la continuidad del secular modo de hociquear en la contienda por ocupar la Casa Blanca se enfrentaron, de un lado, una intervencionista que envuelve en porte elegante su alma asesina y, del otro, un ser que, con su burda catadura neroniana, encarna la decadencia, peligrosa y en marcha, del imperio. Su desempeño, si no lo liquidan por el camino, llegará —al igual que llegaría el de su adversaria si ella hubiera ganado— hasta donde se lo permitan los dueños del negocio terrible que él representará como presidente.

Modelos tales encarnan miseria moral para los pueblos del mundo en cualquier época, y máxime cuando las reglas impuestas se emplean en función de estratagemas neoliberales como las que han primado en el Brasil de un turbio golpe de estado parlamentario. También en Argentina, donde la derecha capitalizó recursos en los cuales se incluyó una falaz maquinaria propagandística.

Así las fuerzas de la reacción consiguieron que el pueblo apareciera como protagonista de un hecho costoso para la inmensa mayoría: ponerse la soga en su pescuezo con la elección de un presidente que obedece al imperio y a la oligarquía intestina, de la que forma parte. Como la maniobra perpetrada en Brasil, la de Argentina corrobora cuán antidemocrática puede ser, capitalismo por medio, la llamada democracia.

Esos triunfos de la derecha —tras los cuales es fácil adivinar o ver el empuje de fuerzas que en el Norte son capaces de alternar, cuando les conviene, la zanahoria que manipulan y el garrote que las caracteriza— la han envalentonado todavía más en el afán de derrocar gobiernos que no le hacen el juego al imperio ni, por tanto, a ella. Ocurre en la Bolivia del Movimiento al Socialismo y en el Ecuador de la Revolución Ciudadana y, señaladamente, en la Venezuela del proyecto bolivariano.

Los dirigentes revolucionarios en ese país, ahora con Nicolás Maduro al frente y también apoyados por la mayoría de la población, han conseguido contener, con un denuedo que asombra y conmueve, la ofensiva contrarrevolucionaria y criminal apoyada por el imperio. Es una ofensiva comparable al menos con la que en Chile frustró por la fuerza el experimento pacífico del gobierno de la Unidad Popular, encabezado por Salvador Allende.

Hasta ahora la diferencia entre ambas realidades la va marcando el hecho de que en Venezuela no ha prosperado un golpe militar como el representado por Augusto Pinochet en Chile. Pero los intentos de acabar con el afán bolivariano se comprobaron fehacientemente incluso en vida de Hugo Chávez, contra quien se orquestó un golpe respaldado por fuerzas foráneas. En ellas descolló el Partido Popular español y, sobre todo, el imperio al que esa organización política sirve, como sirven los cabecillas de la contrarrevolución que actúa dentro de Venezuela.

Agredida, bloqueada, calumniada, asediada por ese mismo imperio, que viola los derechos humanos y la legalidad internacional, Cuba se ha mantenido firme, gracias a una Revolución a la que el pueblo le ha dado un apoyo ampliamente mayoritario, y no por casualidad ni como fruto de un supuesto milagro. Esa Revolución llegó al poder tras una lucha armada que le permitió desmantelar la maquinaria gubernamental impuesta por una burguesía que calculó mal al irse para los Estados Unidos, suponiendo que pronto volvería para recuperar su posición. El pueblo, por su parte, vio en la obra revolucionaria un rumbo verdaderamente democrático.

El 16 de abril de 1961, en el entierro de los mártires de los bombardeos con que en la víspera la CIA intentó destruir parte importante de las fuerzas con que Cuba podría defenderse contra la invasión desatada el 17, el líder Fidel Castro Ruz declaró que la Cubana era ciertamente una Revolución de los humildes, con los humildes y para los humildes: es decir, encarnaba en los hechos el poder del pueblo, esencia de la democracia.

Desde el alba de 1959 el pueblo cubano tenía evidencias de que se estaba cumpliendo el Programa del Moncada. Lo mostraba cuanto se hacía en el terreno de la educación y la salud, en el laboral y en el de la dignidad basada en la conquista de la soberanía que el imperio le había arrebatado al país en 1898, con la oportunista intervención que impidió que Cuba alcanzara la victoria que merecía contra el colonialismo español.

Para defender a su patria contra la invasión mercenaria, preparada y financiada por la CIA, y que fue aplastada en menos de setenta y dos horas, lucharon en Playa Girón soldados y milicianos —pueblo uniformado— que sabían necesario salvar y cuidar logros como la Campaña de Alfabetización en marcha, gracias a la cual el año 1961 finalizó con la proclamación de Cuba como país libre de analfabetismo. Ese fue el bautizo grandioso de una obra educacional en ascenso, que prepararía al pueblo para defender sus derechos contra todas las fuerzas que quisieran arrebatárselos.

Hace unos años, en medio de las calumnias contra Cuba, profesionales de diferentes países dialogaban en un debate, y uno de ellos —digamos que equivocado, víctima de la campaña mediática que la nación caribeña ha tenido que enfrentar sin descanso durante más de medio siglo— tildó de dictatorial al gobierno cubano. Entonces una colega española, haciendo acopio de claridad y de fina ironía, le respondió: “Pues se le debe impartir un curso al gobierno de Cuba para que aprenda a ser una dictadura, porque mal va el dictador que lo primero que hace es buscar y conseguir que su pueblo se instruya”.

La obra de educación, cultura y ciencia desarrollada por la Revolución Cubana con un denuedo superior a sus recursos materiales, no solamente le ha dado al país una fuerza laboral altamente capacitada. También lo ha dotado de un ejército —el pueblo— preparado para enfrentar con armas y pensamiento, en trincheras de piedra y de ideas, las campañas enemigas, y para hacerlo con la claridad de quien sabe dónde está lo que debe defender. Una Revolución que rinde culto filial a José Martí sabe, como dijo él, que “ser culto es el único modo de ser libre”.

Algunos habrán creído, o posado como que lo creían, y hasta intentado propalarlo como cierto, que la fuerza de esa Revolución había desaparecido o se difuminaba en medio de carencias internas provocadas por un criminal bloqueo que perdura. Pero no les habrá quedado más remedio que ver la reacción de la inmensa mayoría de este pueblo ante la muerte de su Comandante, las claras, resueltas expresiones de la voluntad de mantener vivo su legado y continuar una obra revolucionaria irreductible a los designios del mercado y al sometimiento en que los imperialistas quisieran y en vano han intentado sumir a Cuba. Habrán podido ver también la solidaridad de los pueblos del mundo con ella.

Tanto como la Revolución Cubana tiene el derecho y el deber de defenderse, y hacerlo con la mayor lucidez posible, asume igualmente la misión de salvar la cultura de la nación, que en ella tiene —así la definió el Comandante— su mayor escudo. Esa cultura no se agota en la riqueza artística y literaria cosechada: abarca un patrimonio más amplio, en el que están inscritos los valores éticos que han sido y han de seguir siendo el pilar de la obra revolucionaria y del acervo cultural de la nación en su conjunto.

No es fortuito, sino orgánico, el llamamiento de la propia dirección de la Revolución al pueblo para que fortalezca su participación activa y consciente en el ejercicio de la democracia. Sin él, la Revolución sería un logro bamboleante, fácilmente derribable con sacudidas mucho menores que las propulsadas contra ella por las fuerzas imperiales. De ahí la necesidad de fortalecer el funcionamiento democrático, participativo, con que el pueblo la lleva a cabo, y no contentarse con saber que ante la grandeza y la índole popular de su obra deberían al menos guardar silencio, si tuvieran pudor, los voceros de la falaz democracia burguesa que intentan desacreditarla.

Los lemas “¡Yo soy Fidel” y “¡Somos Fidel!” expresan apoyo, voluntad de participación en el cuidado cotidiano de las conquistas y los requerimientos de la Revolución. Significan que, lejos de menguar, esa voluntad crece ante la ausencia física del dirigente en quien el pueblo intuía que podía delegar en gran medida, con plena confianza, la responsabilidad de mantener bien orientada la Revolución. A partir de ahora no debe quedar resquicio al que no llegue el sentido colectivo, a fondo, de la democracia plena que se necesita para que el legado revolucionario perdure en marcha hacia un futuro que debe y merece ser victorioso.

No se sirve en Cuba, ni se ha de servir, a rejuegos para que accedan al poder millonarios o aspirantes a millonarios que representan a los opresores y ellos mismos lo son. La cultura revolucionaria de la nación garantiza que aquí no haya magnates que encuentren espaldas de pobres sobre las cuales sentarse. Eso, cualesquiera que sean los ropajes con que el opresivo sistema se vista, ocurre diariamente en los países que, dominados por el capitalismo, presiden a escala planetaria la violación de los derechos humanos.

Esa realidad es medularmente ajena a un pueblo como el de Cuba, preparado para saber cuáles son sus derechos, y defenderlos. Se trata de un pueblo instruido, formado —como debe serlo crecientemente— en el conocimiento de su historia, y de la historia de sometimiento en que lo quisieran hundir otra vez y para siempre los mismos que lo sumieron en ella desde 1898 hasta el 1 de enero de 1959, y ahora lo invitan a olvidarla.


No olvidará su historia la Revolución que ha abierto caminos necesarios para que ciertamente democracia signifique democracia, no campañas de serpientes al servicio de la opresión nacional e internacional.

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